Cronos y el Eco de Roma
Un niño y su mascota que viaja en el tiempo presencian una injusticia antigua y deben decidir si cambiar la historia.
La Moneda en el Polvo

El desván olía a polvo y a tiempo olvidado, un reino de sombras que a Leo, de 10 años, le encantaba explorar. Sobre su hombro se posaba Cronos, su extraordinaria mascota. Cronos no era un lagarto ni un camaleón, aunque se parecía a ambos; era una criatura del tiempo, con su piel iridiscente brillando con el fantasma del ayer y el susurro del mañana. Mientras rebuscaba en un cofre de madera, los dedos de Leo rozaron un disco frío y mugriento. Era una antigua moneda romana. Mientras limpiaba la suciedad, Cronos, siempre curioso, bajó corriendo por su brazo y posó una única y reluciente garra sobre su superficie. El efecto fue inmediato. El polvoriento desván se disolvió en un remolino de luz dorada y cegadora, arrastrándolos hacia el eco profundo e histórico de la moneda.
El Susurro de la Injusticia

Se materializaron, invisibles, dentro de una villa romana bañada por el sol. El aire era cálido, olía a olivos y a pan recién horneado. Ante ellos, un niño romano llamado Lucio temblaba sobre los brillantes fragmentos de un magnífico jarrón de mosaico. El pánico desfiguró su rostro, reemplazado rápidamente por una astucia cruel. Se volvió hacia una joven esclava, Lyra, que pulía en silencio una estatua cercana. "¡Tú! ¡Estúpida torpe! ¡Te azotarán por esto!", se preparó para gritar. Los ojos de Lyra se abrieron con puro terror; era inocente. Leo sintió una oleada de ira. "No podemos quedarnos mirando", le susurró a Cronos. La criatura en su hombro pulsó con una luz suave, comunicando una idea compleja: no podían cambiar el río del tiempo, pero quizás podrían arrojar una pequeña piedra.
Un Destello de Verdad

Leo sabía lo que tenían que hacer. Era una elección, una responsabilidad. Concentrando sus pensamientos en la justicia y la verdad, agarró la moneda con fuerza. Cronos actuó como una lente, amplificando la intención de Leo. Justo cuando Lucio abría la boca para sellar el destino de Lyra, la moneda en la mano de Leo —un objeto fantasma en este tiempo— brilló con un destello imposible y brillante bajo el sol romano. Sorprendido, Lucio se encogió, y en ese momento, un gran fragmento incriminatorio del jarrón, que había escondido en el pliegue de su túnica, se deslizó y cayó con estrépito sobre el suelo de mosaico. Su culpabilidad era innegable. La visión se hizo añicos, y volvieron al silencioso desván. Leo bajó la vista hacia su mano. La moneda romana ya no estaba sucia y opaca; brillaba con un lustre cálido y limpio. Comprendió entonces que la historia no era solo un cuento. Se construía sobre elecciones, y un solo acto de integridad podía resonar para siempre.